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El baúl de Mawey

EL HOMBRE VESTIDO DE TIEMPO

El hombre vestido de tiempo
 
El reloj de sol por fin se duerme. El cielo se viste de raso, y las hojas de las palmeras danzan suavemente, mecidas por el ritmo de una hoguera. En la playa, un hombre y una mujer descansan junto a un fuego.

 El hombre alimenta las llamas lanzando ramitas secas, como un tributo al pensamiento rutinario. Gira su mirada hacía una sombra cercana. Hace tiempo que ella duerme plácidamente a su lado. Un poco más allá, todavía tiembla de miedo una vieja tabla de navegación, grabada a mano con extraños números, símbolos y dibujos.
Así comienza otra noche más sobre la huérfana arena.

 Quizás hasta aquí parezca una típica historia de amor entre un hombre y una mujer, en una isla solitaria. Pero no hay niguna isla, ni tampoco es un relato romántico.
 Todo lo contrario, la situación es dramática. Sólo son dos personas perdidas, en el mismo espacio, en distinto tiempo. No tienen alimentos. No al menos, los alimentos acostumbrados que hay en los hogares cotidianos, o incluso en las islas de las típicas historias de naúfragos.

¿Por qué una playa? Se preguntará el lector. Pero, ¿qué peor sufrimiento que hallarse frente al mar en una playa desierta, prisionero por una barrera de olas de cuatro metros? Y más allá, un deseo imposible. Y junto a ti, una vida inalcanzable. Y en medio, un mar de silencio imponente.

Hacía mucho que aquel hombre se alimentaba sólo de tiempo. Cultivaba relojes en la arena, y todos los días recogía algunas minutos para reavivar un poco su cuerpo. No muchos, pues debía racionar los días y los sentimientos. Así fue creciendo de paciencia por dentro, mientras su cuerpo poco a poco se hacía invisible, al menos invisible a los ojos acostumbrados a los cuerpos cotidianos.  Un día despertó, confundido con su entorno: las nubes, las palmeras, el viento, las rocas y la arena. Desnudado de cualquier necesidad, vestido de tiempo, retuvo a su pesar, algo de humano: el miedo.

 Pero en la vida sin espacio de aquel hombre de tiempo, un día surgió algo inesperado:
Una ola lanzó a la orilla una tabla de navegación, y sobre ella, una mujer de carne y hueso.
¿Qué es una tabla de navegación? Cualquier tabla que pueda navegar, de madera, de fibra, o de palabras.

 La mujer consiguió levantarse a pesar del dolor, y comenzó a dejar pequeñas huellas en aquella arena, en aquel espacio sin tiempo. Todos los días, vestida de valor, se lanzaba al mar subida en su tabla y remaba con fuerza, acercándose a la gran muralla de olas que la retenía. El hombre la observaba desde la playa, confundido y al mismo tiempo acobardado. Porque, como muchos intentos en la vida, pensaba que éste también sería fallido. ¿Para qué perder el tiempo en algo sin sentido?.
Y una y otra vez, el mar la devolvía envuelta en la marea; a un espacio cada vez más ajeno, con menos tiempo.

 Al llegar la noche, la mujer encendía un fuego, secaba sus lágrimas, calentaba sus manos y con el rostro encendido se dormía placidamente. Pero antes de hacerlo, grababa sobre la piel de su tabla extraños símbolos, dibujos y señales, usando siempre la misma piedra que, con el paso del tiempo, tomó la forma de su mano. Puede parecer imposible, pero la piedra y la mano se hicieron amigas inseparables.

 Sólo entonces, el hombre se acercaba a ella en silencio, atraído por aquellos símbolos, atraído por aquellas llamas que alimentaban los sueños de la mujer. Sobre la arena, las huellas peregrinas y dispersas de ella, formaban una extraña danza contra el tiempo, con la bailarina luz de aquellas llamas.

 Se sentaba a su vera y la observaba fijamente, como se observa a un ser increible. A veces lo increible puede ser lo más sencillo, como una sombra, un dibujo o un recuerdo. Aquellos símbolos de la tabla le traían recuerdos de palabras, de un tiempo pasado, que adelgazaban su propio tiempo y le asustaban. Allí, junto a él, se encontraban una tabla y una mujer desconocida, en el mismo espacio, en distinto tiempo. Ella se alimentaba todas las noches de fuego y esperanza, mientras él se alimentaba de tiempo, que el fuego y los recuerdos devoraban. Es entonces, cuando el hombre comprendió.

 Al alba se despierta el reloj sobre la arena. La mujer vuelve como siempre a la orilla, con su misma tabla, y la piedra en una mano. Mira fijamente el mar y lanza la piedra. El hombre que hasta entonces la había observado en silencio, se transforma lentamente en un cálido viento. De golpe la mujer se lanza al mar, remando furiosamente contra corriente. Aunque claro, todos los días había remado furiosamente contra corriente.

 Pero a diferencia de otros días, y cuando parece que las olas podrán de nuevo con ella, el mar comienza a calmarse sin motivo aparente. La mujer sigue luchando con las crecidas olas, que sin embargo ya no rompen enfadadas, sino que se deslizan bajo su vientre y la levantan. El mar la empuja suavemente, y la mujer consigue atravesar aquel muro que la retenía prisionera.

 Sentada sobre su tabla, cansada, vuelve la vista atrás. Ya no distingue la playa ni tampoco la arena, no puede ver las palmeras. De aquel tiempo ya no queda nada. Ni siquiera el miedo.
 La mujer sonríe. Sabe que por fin lo ha conseguido, que volverá a tener su espacio, que tendrá de nuevo tiempo.

 ¿Y el hombre? Se preguntarán.

 Aquel hombre saltó por encima del miedo, y supo ser un viento calmo y un mar corriente. Pero para ello, tuvo que agotar todo el tiempo de su espacio, el de sus palmeras, sus rocas, sus recuerdos y sus relojes de arena. Se quedó sin tiempo y murió por ella.

"Por amor" pensarán; No, todo fue por un recuerdo.

Miguel Ángel W. Mawey 12-11- 2005 ®

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